sábado, 30 de junio de 2012

Cama 30

No se puede puede pretender ser más listo que el diablo.

Recibió una vez más la llamada de aquel número de diez dígitos o más. Eran más de las diez de la noche y eso lo asustó más que las dos veces anteriores, así que decidió cogerlo mientras se persignaba mentalmente y los pulmones se le hinchaban adivinando el suspiro.

"Está en coma, y el pronóstico es grave", dijo la voz del otro lado, metiendo entre líneas un reproche oculto, pero más perceptible para Eduardo que el mensaje principal.

Tardo cuatro días en entrar a la UCI a verla. No se atrevía. No quería enfrentarse al hecho de que de verdad la quería, a pesar de que sabía que él era lo único que tenía en la vida y de que nadie merece morir sólo.

Ahí estaba, en la cama 30.

Seguía en coma, pero él le cogió la mano, la beso en la frente y notó como el monitor de constantes aceleraba las pulsaciones. Pero nada. No movió ni un párpado, ni un milímetro. Tenía media cabeza rapada y el cuerpo lleno de moratones y una cicatriz de puntos infinitos desde la oreja izquierda hasta la frente, dibujando un gran interrogante. Se derrumbó mientras las enfermeras miraban de reojo intentando esquivar la escena.

Tardó más de cuatro días repitiendo la visita a la hora estipulada, en conseguir salir de allí sin llorar y muerto por dentro. Esperando después en aquella sala de espera llena de dolor cómo un médico distinto cada día le contaba las no novedades.

Consiguió salir del coma y eso fue más duro. Con el único ojo abierto intentaba seguir a Eduardo con la mirada y hablarle. "¿Qué he hecho? ¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí", le decía. Pero Eduardo no se atrevía a decirle la verdad. Sólo que la quería mucho y que iba a ponerse bien.

Pasaron más días en la UCI, con avances y retrocesos, hasta que un día le dieron el alta y la pasaron a la planta. A una planta que ni siquiera era la suya. A la última habitación-almacén del pasillo y drogada de morfina para que tuviera una muerte tranquila.

Pero él no se separó ni un momento de ella, cada minuto libre que tenía lo pasaba a su lado. Le cogía la mano, le hablaba del tiempo y de las noticias, le ponía música, le leía libros.

Ahora anda, habla por los codos, lee sus propios libros e incluso fuma, como un carretero, cómo siempre ha fumado. Lleva pañales, no recuerda sus últimos años, no sabe llegar hasta su habitación en la residencia y se pierde por los pasillos.

A Eduardo le cuenta que no quiere estar ahí, que acabará loca y que sólo quiere estar con él. Cree que está en otro hospital, que es algo transitorio y que ya está bien para estar sola, sin atenciones. Y Eduardo no sabe si algún día será así, pero sabe que cuando él no mira, es la que anima al resto de los residentes, la que siempre está haciendo bromas, la que se gana la confianza de las auxiliares y enfermeras con su alegría.

A pesar de que sigue pretendiendo ser más lista que el diablo, y así será hasta que, un día de verdad, muera, y el cielo gane otra alma.




(A Isabel)



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